En Latinoamérica no tenemos, ni jamás hemos tenido, ni vamos en vías de tener Ciencia, en el sentido moderno de la palabra. Más aún, ni siquiera los chinos y los árabes la tuvieron, pues es un desarrollo de los países que hoy integran el llamado Primer Mundo. Pero la polisemia de las palabras confunde a la gente, que sigue cometiendo el costosísimo error de usar "conocimiento", "ciencia" e "investigación" indistintamente [1, 2]. Por ser argentino, cada vez que afirmo que no tenemos Ciencia, me refriegan por la nariz los honrosos premios Nobel de Houssay, Leloir y Milstein y, por ser mexicano (vine exiliado y mantengo ambas nacionalidades), cada vez que afirmo que no tenemos Ciencia alguien se ofende y me aclara que los mayas conocían el cero, y los aztecas podían calcular eclipses con mayor exactitud que los europeos de su tiempo. Debo entonces aclarar el punto, no sea cosa que también los investigadores caigamos en la tontería popular de creer que ser científico consiste en calarse anteojos gruesos de carey y usar aparatos complicados.
La Ciencia es antes que nada una manera de interpretar la realidad. No depende de qué conoce (de lo contrario, el Ayatola Jomeini que conocía de aviones a reacción y TV en colores hubiera sido mejor científico que un físico del siglo pasado), ni de que sus enunciados sean verdaderos (si afirmo que en el auditorio hay 67 personas, porque Dios me lo ha revelado, mi actitud NO es científica ni aún en el caso de que sea cierto que hay 67 personas), sino de cómo lo conoce. El conocer científico rechaza el Principio de Autoridad, por el cual algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo diga: la Biblia, el papa, el jefe, el padre.
La Ciencia ha forjado un espacio laico en el que todo debe ser argumentado, demostrado y, aún así, se acepta con carácter provisorio, hasta tanto no llegue algún colega a demostrar que hubo un error, o un genio a cambiar las bases conceptuales en que se basaba la interpretación inicial.
Al Primer Mundo le tomó muchos siglos el forjarse semejante visión de la realidad, a través de la Reforma, Renacimiento, Revolución Científica, Iluminismo, Ilustración, Revolución Industrial ... y ahí sigue. Llegó un momento en que todos los problemas, no ya los científicos como los astronómicos, geológicos y químicos, sino los relacionados con la guerra, la industria, la economía, la navegación, la medicina y la comunicación fueron tratados de esa manera laica de analizar e interpretar. El Primer Mundo obtuvo así tanto bienestar y poderío, que ya no se contentó con esperar a que sus sabios fueran descubriendo cosas cuando se bañaban, o mientras observaban las oscilaciones de un candelabro durante una misa, sino que ensambló un colosal aparato, la investigación científica, que hoy está constituido por millones de investigadores, laboratorios, microscopios, telescopios, congresos, estaciones marinas, revistas, subsidios, becas, industrias de reactivos, servicios informativos, etc. Pero queda claro que toda esa investigación no tendría sentido, si el Primer Mundo no pudiera transformar la información en conocimiento, y si luego no supiera qué hacer con él.